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Puede sonar extraño llamar «humilde» a Dios. Esta palabra arrastra un sudario de encogimiento y de temor y un lastre social que identifica a los humildes con quienes aceptan sumisamente la opresión que los ha paralizado durante siglos. Esta visión no tiene nada que ver con la humildad que se nos revela en Jesús, la que canta María en el Magníficat, y la que han vivido con alegría los creadores del reino de Dios a lo largo de la historia.
El autor trata en este libro cómo en la humildad de Dios comprendemos nuestra realidad humana, que sale de la tierra, se nutre de ella, y a ella regresa al final de su viaje. Afirma que hablar de la «humildad de Dios» es siempre una audacia, pues «es el más profundo de sus misterios». Además, podemos encontrar en esta obra la consecuencia de esta afirmación sobre Dios para nuestra vida de cristianos; si Dios es humilde, los humillados de la tierra pueden brindarnos experiencia y lenguaje para hablar de Dios, purificando imágenes que se han alejado del rostro del Hijo que se nos ha mostrado en la carne y en la sangre de Jesús de Nazaret.
