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Todos conocemos el pasaje en que el apóstol Pablo describe del siguiente modo la visión que tenemos en el presente: «Ahora vemos como en un espejo y de manera confusa, pero después veremos cara a cara» (1 Cor 13,12). Menos citado, pero igualmente incisivo, es el pasaje de la carta de Santiago: «Si alguien escucha la palabra y no la pone en práctica, se parece al hombre que contempla su rostro en un espejo: se contempla, pero, en yéndose, se olvida de cómo es» (Sant 1,23-24).
La persona de Cristo es también celebrada como espejo del Padre, «espejo visible e invisible», «imagen de aquel que no tiene imagen».
Pero la metáfora del espejo envuelve también al propio hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Y aquí hemos de reconocer que el empleo más frecuente y significativo de la metáfora es el que describe el alma humana como un espejo vivo, que puede reflejar la imagen de Dios conforme a su grado de pureza.
En Como en un espejo hay una historia de conversión nacida simplemente de la lectura del evangelio, capaz de transformar la vida por completo.