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«Creo en el Espíritu Santo». El edificio entero de la fe cristiana depende de la confesión de esta verdad. No podemos creer en Dios Padre, ni en Jesús como Mesías, Hijo de Dios y salvador del mundo, ni podemos, en último término, creer en la Iglesia, en los sacramentos o en la vida eterna sin creer, al mismo tiempo y con la misma fuerza, en el Espíritu Santo.
¿Quién es este Espíritu Santo, que pertenece al contenido mismo de la fe en Jesucristo?
¿Qué serían Dios, Jesús, el mundo… sin el Espíritu Santo? ¿Y qué sería el hombre sin el soplo divino del Espíritu? No es difícil imaginarlo: sería, triste y espantosamente, un hombre poco humano, por no decir inhumano, un animal voraz y violento. ¿Y qué sería la Iglesia sin su alma interior, el Espíritu Santo, sin la silenciosa respiración de la santidad? Sería una institución humana entre tantas, y ni siquiera la más organizada ni eficaz. El profeta la asemejaría a un inmenso montón de esqueletos.
El Espíritu Santo se infunde a sí mismo y se nos comunica como capacidad e impulso generoso para darnos a los hermanos.