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El cristianismo no debe plantearse el tema de las otras religiones por fáctores meramente extrínsecos, como son la unidad cada vez mayor del mundo, el contacto con ellas, etc. Aunque estos factores sociológicos no existieran, el problema pertenece a la entraña misma del cristianismo, dado que éste afirma a la vez, y de un modo tajante, dos cosas que no parece posible armonizar:
Por un lado, la voluntad salvífica universal de Dios; por otro, la unicidad del mediador Jesús: “Dios quiere que todos los hombres se salven”; pero “uno solo es el Mediador entre Dios y los hombres: el hombre Jesús, el Cristo”. Un Jesús en el que Dios se ha revelado como “el gran pobre” (F. Ozanam) o el “proletario absoluto” (A. Torres Queiruga).
Ello induce a tomar el tema de la universalidad del pobre para ver si en torno a él puede estructurarse mejor el problema de la relación entre las religiones de la tierra. A este respecto, todos necesitamos una conversión que, de producirse, quizá nos llevaría a un ecumenismo mucho más fácil que el que surge de las meras discusiones teóricas y que, al menos para el caso del cristianismo, no es una mera reforma moral, sino una conversión teologal: un redescubrimiento del Dios vivo.