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El mal y el hombre fueron las dos cuestiones primeras que planteó Adolphe Gesché en su dogmática Dios para pensar. Tras ellas, el turno le llega a Dios.
Aunque actualmente se debate con ardor sobre el contenido real o ficticio que se esconde tras la palabra «Dios», nadie duda de que dicho vocablo existe. Más aún, esta palabra semeja una de esas medallas antiguas, gastadas por el tiempo, que casi tienen borrada aquella inscripción que un día no muy lejano estuvo cargada de pleno sentido.
Y es en este punto donde tal vez convenga recordar la máxima de Platón sobre las cosas en las que merece la pena gastar el tiempo en esta vida. Así, el discípulo de Sócrates comentaba a los jóvenes de su tiempo: «Lo más importante es pensar correctamente (orthós) a propósito de los dioses» (Leyes X, 888 a-b).
Más de dos mil años después, la revolución antropológica ha invitado a volverse hacia el hombre para intentar encontrar en él la huella de Dios. Pero, vistos sus resultados, tal vez sea de más provecho buscar a Dios en su lugar natal –allí donde el hombre ha luchado con Él– para aprender de Dios mismo quién es en verdad.